BALANCE A 30 AÑOS DE LA LEY 24.195 (1993-2023)

11 may 2023

Por Adolfo Stubrin


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LA CONSTITUCIÓN HISTÓRICA


La histórica raíz constitucional de nuestro sistema educacional se basa, es

cierto, en la libertad de enseñar y aprender establecida en el Art. 14 de la CN

1853-1860.

No obstante, tiene su matriz más clara y operativa en el Artículo 5 que

otorga a las provincias la responsabilidad de sostener la educación primaria y

en el Artículo 67, Inc. 16 que le da al Congreso, en el marco del fomento de la

ilustración, la potestad de fijar planes de instrucción general y universitaria

mediante leyes específicas.

El Congreso Pedagógico de 1882 puso en escena las controversias

sobre el sistema educacional con dos tendencias que proyectan su vigencia

hasta ahora: la que prevaleció fue la partidaria de la obligatoriedad escolar y el

laicismo encabezada por Domingo F. Sarmiento y Onésimo Leguizamón,

aunque también fue gravitante la católica, orientada por José Manuel Estrada.

La consecuencia de estas definiciones se advierte en la sanción de la

Ley 1420 de 1884, con vigencia sobre la Ciudad de Buenos Aires,

nacionalizada en 1880, y sobre los Territorios Nacionales. Su creación más

relevante fue el Consejo Nacional de Educación (CNE).

El partido católico de fines del siglo XIX inspira la corriente

conservadora, que devino autoritaria en el siglo XX. Sus banderas pueden

sintetizarse así: estaba en contra del CNE y de las escuelas normales (que

fueron las condiciones de posibilidad para el éxito del sistema escolar clásico) y

a favor de que la religión se impartiera en las escuelas públicas tanto como de

que los establecimientos privados gozaran de autonomía para establecer su

propio currículo.

Después de dos décadas durante los cuales las penurias provinciales

para solventar sus sistemas escolares se paliaban con los llamados “auxilios

federales” que eran subvenciones en dinero, surgió la Ley 4874 o Ley Laínez de 1905, gracias s la cual el CNE era encargado de crear escuelas de su

dependencia en territorios provinciales, siempre que el gobernador lo solicitara

y autorizara mediante un convenio.

Desde entonces se produjo una dualidad según la cual en cada provincia

había escuelas de una y otra dependencia. A la vez, esas escuelas nacionales,

sumado a que el CNE controlaba la validez nacional de los títulos emitidos por

las provincias, generaron una cierta coherencia entre las ofertas escolares en

todo el país, sin que mediara una legislación explícita. La ausencia del plan

general posibilitó que en provincias del noroeste se dictara, durante largos

períodos, religión en las escuelas públicas en el horario de clases.


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EL II CONGRESO PEDAGÓGICO


Los continuadores autoritarios de la corriente conservadora gravitaron durante

todo el siglo XX y gobernaron el sistema educacional durante las dos últimas

dictaduras militares, 1966-1973 y 1976-1983.

La represión ilegal y la Guerra por las Malvinas, sumada a otras

calamidades, creo conciencia e hizo que la movilización popular acelerara la

transición democrática y el consiguiente giro de la política educacional durante

la presidencia de Raúl Alfonsín.

El Congreso Pedagógico (II CP) celebrado entre 1985 y 1988 (sus

aniversarios pasaron casi desapercibidos) tuvo como finalidad principal lograr

consensos para una transformación que modernizara el sistema educacional y

dejara atrás la herencia de las dictaduras.

La principal herramienta tenía que ser una ley general, asignatura

pendiente por más de un siglo, en que sucesivos intentos (el de los ministros

Magnasco, Salinas y Saavedra Lamas, entre otros) no tuvieran eco en el

Congreso de la Nación.

Pero, las deliberaciones del II CP en sus diversas instancias expusieron

la persistencia de los bloqueos recíprocos y una presencia activa e influyente

del conservadurismo autoritario, en conexión estrecha con varios gobiernos

provinciales de signo justicialista en el nordeste y el noroeste del país.

No obstante los agrios desacuerdos, algunos consensos mayoritarios

fueron valederos para el impulso de cambios, el más destacado de los cuales

fue la ampliación de la obligatoriedad escolar, un asunto en que el país se

encontraba retrasado en la comparación internacional.


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LAS TRANSFERENCIAS


Antes de ingresar de lleno en el análisis de la LFE es preciso citar un

antecedente relevante, se trata de la Ley de facto N°18.808 de 1972. Ese fue

un hito importante en la ruta crítica del ideario conservador-autoritario porque

dispuso que los currículos de las provincias no fueran revisables por autoridad

central alguna, consagrando de tal forma un esquema apenas confederativo en

la educación argentina.

La disolución definitiva del CNE se consumó en 1978, como triunfo de la

corriente retrógrada, durante la siguiente dictadura militar cuando se

transfirieron de manera brusca las escuelas primarias nacionales a las

provincias, como si fueran paquetes y sin el financiamiento necesario.

El Consejo Federal de Educación (CFE), formado por los ministros de

las provincias sirvió, entonces, para encubrir el monolito autoritario tras un

disfraz de unión y deliberación plural.

En medio de una severa crisis económica, la primera sucesión

presidencial en 1989 fue accidentada y conflictiva. En materia educacional, el

presidente Menem optó por encumbrar nuevamente a los conservadores.

Las metas inmediatas fueron, por un lado, terminar con el modelo

reformista con que Alfonsín había normalizado las universidades nacionales y

derribar el ingreso directo y la gratuidad mientras que, por el otro lado, se quiso

desbaratar los cambios en el nivel secundario y terciario que estaban en curso

en las escuelas nacionales de todo el país, entre los cuales estaba el programa

“Maestros de educación básica” (MEB) en las escuelas normales.

El medio para esto último fue paralizar todos los esfuerzos de reforma

en marcha y acelerar la transferencia súbita del millar de establecimientos nacionales a las provincias. A pesar de la resistencia activa de las comunidades escolares, en especial las de las escuelas normales nacionales,

en 1992 se aprobó la ley de transferencias N°21.809, que comprendía también

a los institutos de profesorado.


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EL ALCANCE JURÍDICO


Tras el fracaso en 1991 de un proyecto de ley general intentado por el ministro

Antonio Salonia, con contenidos regresivos, se creó una nueva situación

política en la que el gobierno nacional retomaba la posibilidad de conferirle

algún significado al proclamado oxímoron “ministerio sin escuelas”.

El peronismo parlamentario pergeñó entonces un proyecto sectorial de

poder frente al vacío reinante. La convertibilidad vigente padecía de un déficit

crónico en el balance de divisas, por lo cual se podrían aprovechar las líneas

de financiamiento que tanto el Banco Mundial (BM) como el Banco

Interamericano de Desarrollo (BID) habían abierto para inversiones en materia

escolar y universitaria.

Ese conjunto de circunstancias favoreció la asunción del MEN por parte

del Ing. Jorge Rodríguez y el lanzamiento en 1993 de su iniciativa legislativa.

Como podrá apreciarse tras el sucinto repaso de sus alcances, la que sería

llamada Ley Federal de Educación (LFE) fue la traducción política coyuntural

de un compromiso híbrido entre dos corrientes.

Éstas eran, por un lado, el conservadurismo clásico que lideraba las

corporaciones principales de la educación privada confesional y, por el otro

lado, un grupo de cuadros provenientes en su mayoría del fugaz y ya extinto

peronismo renovador, con capacidad de convocatoria sobre algunos ámbitos

académicos y técnicos.

La LFE resultó, por lo tanto una mezcla que hibridó ideas e intereses

diversos, algunos modernizantes y tecnocráticos con otros de tono

reaccionario. Para empezar, se resolvió no aplicar el “plan general de instrucción” previsto en la CN. En su lugar, se reconoció de antemano que la ley solo alcanzaría a las provincias que adhirieran a sus cambios.

Los fondos de los préstamos internacionales motorizados por sus

poderosas “unidades ejecutoras” que custodiaban las condicionalidades

pactadas, y los originados en el presupuesto, articulados en el llamado Pacto

Federal Educativo (PFE) iban a transferirse selectivamente a cambio de

decisiones provinciales que adoptaran sobre todo la nueva estructura de

niveles y ciclos que la LFE pretendía.

La reforma constitucional de 1994 reconfirmó las atribuciones del

Congreso para legislar en la materia, dando precisión a que podía dictar leyes

“de organización y de base” que garantizara diversos valores en juego, entre

ellos la gratuidad hasta el nivel de grado universitario en las instituciones

estatales. Pero, los acuerdos en la ley fundamental no conmovieron los

términos de la LFE ni de su emparentada Ley de Educación Superior (LES) que

se sancionaría en 1995.

Aunque el propósito de crear un Ministerio de Educación Nacional (MEN)

robusto, con aciertos y errores, se cumplió, el CFE fue erigido en un centro de

poder global, siguiendo el modelo de concertación propio del federalismo

alemán.

Así, se materializó un trastrueque terminológico según el cual las

autoridades con sede en la Capital dejaron de ser el “gobierno federal” que

instituye la CN para que ese adjetivo designe a la asamblea de ministros

provinciales.


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LA IMPRONTA IDEACIONAL


Diversos giros expresivos del texto de la LFE, que son de gran importancia

simbólica y no pocos efectos prácticos, muestran la influencia de la corriente

neoconservadora y la vigencia del compromiso que subyacía al amparo de la

presidencia Menem entre aquéllas y el personal peronista en el gobierno de la

educación.


Basta ver el Art. 6° y su mención explícita de la dimensión religiosa como

contenido para la enseñanza integral o en el Art. 36 cuando expresa que la

Iglesia Católica (sic) queda autorizada a crear y sostener establecimientos,

seguida de la frase “y las demás confesiones religiosas”.

Pero la marca más indeleble del estilo reaccionario se nota en ese

mismo artículo cuando se revoca la terminología histórica y universal que

clasifica según su propiedad a los establecimientos como públicos u oficiales y

privados.

Interesados en neutralizar el prestigio de la palabra “público” las

corporaciones de patrones privados convencieron al peronismo de introducir en

la LFE las frases “de gestión privada” y “de gestión estatal”, con las cuales

todas las escuelas pasaban a llamarse públicas, cualidad que una buena parte

de las escuelas confesionales no reúnen, mientras que las oficiales pasaron a

motejarse como estatales, lo cual resuena como subsidiario.

En efecto, la postura a favor de la subsidiariedad del Estado en

educación fue y es la bandera central de los privatistas y, aunque debe

reconocerse que la LFE enarbola en su Art. 2° el principio de “principalidad del

Estado”, varios pasajes de su texto inclinan la balanza en sentido opuesto.

Los auspicios y facilidades que la presidencia Menem prodigó al sector

privado de la educación acentuaron el crecimiento del número de

establecimientos y una acelerada tendencia al aumento de su matrícula en

desmedro de las escuelas públicas.

El fenómeno, que dio en llamarse “la fuga de las escuelas públicas”,

responde a múltiples causas y es de larga data pero se manifestó en estos

años como una sostenida e incontenible tendencia a la segmentación social

según la cual las clases medias, en especial en las ciudades grandes y

medianas, se movió entre generaciones hacia los establecimientos privados

mientras que en los establecimientos públicos se concentraba la niñez y

juventud de los sectores menos favorecidos de la sociedad.

Un aspecto relevante y positivo de la LFE atañe a los contenidos

curriculares comunes de los niveles, la formación docente y los regímenes

especiales. Tal atribución se orienta a dejar atrás el legado disolutivo de la ley

de facto ya reseñada y otorga al MEN en el Inc. “b” del Art. 53 un rol de

liderazgo, si bien las decisiones quedan sujetas a la concertación y acuerdo del

CFE según el Inc. “a” del Art. 56.

La elaboración de esos insumos básicos para los lineamientos

curriculares de cada provincia fue un eje de trabajo del MEN durante los años

siguientes. Se buscó así superar la disociación entre la cultura escolar y la

cultura académica, convocando a la comunidad científica a gravitar en los

programas de estudios. La amplitud de esa participación fue destacable.

Con cierta lentitud, los documentos emergentes permitirían cerrar la

brecha y actualizar los conocimientos a impartir en las escuelas pero a la vez

fueron pasibles de críticas bien fundamentadas, centradas en su complejidad y

la dificultad para trasponerlos al mensaje escolar cotidiano.


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NIVELES Y CICLOS


El cambio de la estructura de niveles y ciclos no debió ser elegido como eje

central de la política de reconversión educacional de la década de los

noventas. Otros aspectos de política pública tales como la recreación de una

unidad central del sistema o la actualización de los contenidos o la formación y

capacitación docentes eran más relevantes y merecían una mayor prioridad

pero lo cierto es que la LFE contiene un Título III muy claro al respecto y es

imperativa en su Art. 10° al ordenar la implementación “gradual y progresiva”

de esta reorganización general del parque de establecimientos preexistente.

Un posible equívoco giraba en torno a la implementación del mayor

número de años de obligatoriedad escolar. Algunos pensaban que un solo

establecimiento era indispensable para facilitar a los alumnos el cumplimiento

de su deber en tanto que el salto entre primaria y secundaria podría entorpecer

el objetivo. Lo cierto es que ambos pasos de reforma, la obligatoriedad

extendida y la supresión de las dos ramas tradicionales del sistema quedaron

ligados de manera inextricable.

La opción adoptada fue de diez años: el último año de la educación

inicial (Inc. “a”, Art. 10°) más los nueve años de la Educación General Básica

(Inc. “b”, Art. 10°). Pero, la oposición política reclamaba que fueran once años

en total y que se declarara obligatorio el antiguo Ciclo Básico de la secundaria

con sus tres años.

Había varias razones a favor de esta variante: una histórica, el conocido

plan Rothe y otra actual, el Ciclo Básico General (CBG) y el Ciclo Básico

Unificado (CBU) de las escuelas nacionales ahora en manos de las provincias.

La alternativa de once años de obligatoriedad hubiera permitido

capitalizar una política pública que databa de 1942 y que si bien nunca había

quedado plasmada en la legislación adquirió continuidad a través de sucesivos

regímenes políticos.

En muchas provincias esa iniciativa del ministro Guillermo Rothe había

permitido crear a menos costo establecimientos en localidades pequeñas y

había operado como un embrión para la expansión de la oferta secundaria.

En tiempos recientes el proyecto CBG del MEN comprendía varias

decenas de escuelas secundarias e introducía áreas, talleres, profesores por

cargo, capacitación en servicio a través del Instituto Nacional de

Perfeccionamiento y Actualización Docente (INPAD) y, en fin, un paquete de

innovaciones que desde 1987 se aplicaron en las escuelas nacionales para

promover un cambio organizativo y curricular profundo de escala nacional.

Por su parte, en simultáneo el CBU se aplicaba en la totalidad de las

escuelas de la misma dependencia como una reforma que a menor velocidad

habilitara a una próxima aplicación masiva del CBG, una vez demostrada su

efectividad.

La obligatoriedad por diez años estaba desaconsejada por la trayectoria

del sistema y por su actualidad si era cierto, como se proclamaba, que se

deseaba proseguir y no quebrar esfuerzos puestos en marcha por gobiernos

anteriores. Sin embargo, no obstante las advertencias realizadas, la decisión se

mantuvo y desató el descalabro de lo existente. Así fue al fundar ex nihilo el

nuevo nivel general básico de nueve años, la EGB, con tres ciclos sucesivos de

tres.

Pero la repercusión en las provincias fue disímil y a la postre

desestructuró esos rasgos comunes que el sistema había adquirido a

comienzos del siglo XX, de la manera providencial que describimos más

arriba. Algunas provincias, encabezadas por Buenos Aires, tomaron la manda

legal al pie de la letra y la ejecutaron de súbito.


El desorden provocado fue mayúsculo. Los dos primeros años de las

secundarias fueron derivados a las primarias cercanas, que experimentaron

dificultades múltiples para absorber a docentes y alumnos en la conformación

del tercer ciclo de la EGB. La escuela primaria fue estirada hasta cubrir la

pubertad, fusionando en su seno, sin anestesia, un tramo secundario, que

quedó sujeto a la directora o director del nivel anterior.

Por lo tanto, el antiguo ciclo básico fue destrozado y las secundarias

debieron, caso por caso, afrontar el “ciclo” polimodal, o más bien la orientación

que pudieran entre las opciones formateadas. La oferta real de modalidades

dependía de la configuración previa de las escuelas, de manera que muchas

resultaban “unimodales” y restringían la posibilidad de elección de los

estudiantes.

La desorganización afectó todas las dimensiones de la enseñanza: los

estudiantes, los docentes, los directivos, los planes de estudio y la

infraestructura.

Otras provincias, tan compelidas como Buenos Aires por la captación de

los fondos atados a la adopción de la nueva estructura, dilataron su definición

todo lo que pudieron. Fue el caso, entre otras, de Santa Fe que terminó

cediendo a fines del ciclo menemista a cambio de beneficios dentro y fuera del

presupuesto para los años siguientes.

Una alternativa propuesta por parte de Córdoba, en cambio, resultó

razonable. El MEN debió aceptar en 1994 que en esa provincia el tercer ciclo

de EGB pasare a dictarse en las secundarias, de manera que la estructura

quedó con seis años en un nivel y seis en el otro; la escuela básica no se

implantó y de esa manera el panorama interprovincial fue haciéndose cada vez

más heterogéneo.

La Ciudad Autónoma de Buenos Aires, así como Neuquén rechazaron la

LFE y mantuvieron sus estructuras como antes, sin otra consecuencia a la vista

que la privación de los recursos nacionales que, desde luego, no les fueron

asignados tal como estaba dispuesto en los Arts. 61, 63, Inc. “d” y 66, Inc. “a”.

La actitud de esos distritos implicó una escisión indisimulable entre las

instituciones locales y el orden nacional.

Aunque por cierto, las capacidades técnicas, financieras y operativas del

MEN en algunos rubros de política se incrementaron, con recursos propios y


con fondos externos, el sistema educacional del país quedó trastornado y

asumiría hacia adelante serias dificultades para recobrar el equilibrio.


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CONTENIDOS BÁSICOS CURRICULARES


Varios factores incidieron para que las membranas entre el sistema escolar, las

universidades y los institutos de investigación pudieran hacerse más

permeables durante este período. Uno de ellos, ya analizado, fueron las

consultas con personal académico de alto nivel sobre los nuevos CBC.

Otro fueron los incentivos a la capacitación que incrementaban las

retribuciones a los docentes. Surgió una frondosa oferta de carreras

complementarias, con carácter temporario, para que los profesores con título

terciario pudieran acceder a las licenciaturas. También los posgrados se

habilitaron para ellos.

Los intercambios entre el personal escolar, académico y científico se

acrecentaron también por medio de la Red Federal de Formación Docente

Continua. Esa acción del MEN, bien dotada de recursos, organizó cursos en

todo el país a cargo de equipos universitarios para capacitar docentes de las

diversas regiones. La iniciativa encerraba, sin embargo, una limitación muy

seria: las licitaciones de cada tramo.

Eso llevaba a que los grupos académicos de distintas zonas del país

tomaban a cargo el dictado de cursos en otras zonas, a menudo, distantes. La

lógica aspiración de crear nexos para vínculos continuos entre ambos

estamentos quedaba impedida. Asignar a cada universidad un rol para

capacitar docentes en el sitio al que pertenece hubiera sido más provechoso

para crear vínculos persistentes.

La política educacional de este período es calificada con frecuencia

como neoliberal, afirmación que resulta poco rigurosa. La referencia inequívoca

de ese modelo es Chile durante la segunda etapa de Pinochet.

Por influencia directa de Milton y Rose Fridman ese país, de régimen

unitario, municipalizó su educación escolar y adoptó un sistema de gestión

basado en tres piezas claves articuladas entre sí: el voucher o bono para que

cada familia afronte con dinero público el costo de la escuela; el charter, los

establecimientos independientes que ofrecen vacantes a las familias; y, el

ranking publicado al final de cada año, armado con los resultados de la prueba

estandarizada censal.

En otras palabras, financiamiento estatal a la demanda, competencia

entre escuelas para captar matrícula, familias que eligen el establecimiento con

base en los logros de sus alumnados durante el ciclo lectivo anterior.

En la Argentina de los noventas se escucharon ecos importantes de

varios de esos elementos pero nuestro Estado, en particular las provincias no

montaron un mecanismo de mercado y el presupuesto dirigido a solventar la

oferta institucional se mantuvo.

Sin embargo, el número creciente de establecimientos privados produjo

en las grandes ciudades un efecto de sobreoferta que conmovió la base clásica

de cobertura escolar por barrios, a través de la red histórica de escuelas

públicas.

Los directores o directoras de establecimientos formularon proyectos

institucionales individuales que, más allá de si acertados o no, les prometía

acceder a incentivos diferenciales, al tiempo que la medición anual de

aprendizajes de sus cohortes ejercían una cierta presión externa sobre las

comunidades pero no derivaron en la formación de listados competitivos.

En síntesis, la coalición menemista llevó adelante una política

educacional ecléctica con componentes conservadores y en parte tecnocráticos

pero no se propuso ni alcanzo los rasgos del modelo neoliberal, al menos tal

como se exhibían en Chile.


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FINANCIAMIENTO


Afirmamos que la LFE erigió un gigante con pies de barro y cabe profundizar

ahora por qué. Primero, por una ya señalada razón política: la transferencia

masiva de sus escuelas e institutos privó de manera irreversible al MEN de su

capacidad política de maniobra para liderar los cambios; segundo, por una no

menos importante razón jurídica haber desechado la cláusula constitucional

sobre dictar “planes generales de instrucción” dejó a la LFE en las manos del

consenso o la concertación en la asamblea del CFE, con lo cual las provincias

podían adherirse o no a las decisiones y hasta podían vetarlas.

Pero, la tercera debilidad fue por paradoja su principal fortaleza: el

financiamiento establecido en el Título XI, el grandioso programa de metas de

aumento presupuestario contenido en el Art. 61. Se prometía la duplicación del

gasto público sectorial en cinco años, a razón de 20 % anual, o una elevación

de la participación en el PBN desde el 4 al 6 % anual en el mismo lapso, lo que

resultare mejor.

Las provincias y la CABA celebraron en San Juan en 1994 el PFE

previsto en el Art. 63 de la LFE que reafirma la promesa, con la concurrencia

de fondos provinciales y nacionales y la obligación de cambiar la estructura de

niveles y ciclos.

Una prueba de esa exigencia figura en el anexo del PFE referido a la

“Capacidad edilicia” donde se contempla la “incorporación de los

establecimientos a la nueva estructura”, o sea la construcción de aulas de 8° y

9° grado en las escuelas primarias. El Congreso Nacional formalizó esta

política por Ley 24.856 de 1997.

De estas líneas de expansión económica para la educación se confirma

que los aumentos salariales no estaban entre las prioridades, acaso porque el

régimen de convertibilidad creaba una ficción de estabilidad en los ingresos del

personal.

Pero, el paso de los años fue marcando un deterioro en el valor real de

los sueldos y granjeó contra el gobierno una creciente animadversión gremial.

El prolongado estancamiento retributivo estaba defendido por un adicional fijo

por presencia perfecta que, en varias provincias, quitaba bases de apoyo a las

medidas de fuerza.

El desgaste del esquema económico del menemismo estimuló a la

oposición política (la Alianza UCR-Frepaso) que, sobre finales de la década,

agitó la recuperación salarial docente como uno de sus ejes principales,

confluyendo en la acción con los gremios docentes.

La Carpa Blanca, un centro de propaganda instalado frente al Congreso

de la Nación se erigió como un método de protesta resonante. En paralelo,

cuando se hizo evidente que la duplicación del gasto sectorial programada en

la LFE quedaría lejos de verificarse, los ministros nacionales de educación y de

economía (Susana Decibe y Roque Fernández) montaban frente a la prensa un

curioso contrapunto en torno a los recursos para la educación.

De allí surgió un impuesto nacional a los automotores para financiar el

incentivo docente, una suma de refuerzo que rige hasta hoy y que involucró al

gobierno nacional en las retribuciones a los docentes de todo el país.

Ese nuevo destino del gasto público nacional en educación fue una

magra respuesta a las demandas gremiales pero proyectaría efectos potentes

sobre las décadas siguientes.


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EFECTOS INMEDIATOS DE LA LFE

En 1988, cinco años antes de la LFE, tuvo lugar una prolongada huelga


docente de alcance nacional encabezada por la Confederación de

Trabajadores de la Educación (CTERA). Quedó en juego allí la disputa por el

financiamiento de la educación entre el gobierno nacional y las provincias, con

fuerte incidencia del conflicto gremial.

Ese mismo año fue acordado el texto, todavía en vigor de la ley de

coparticipación federal de impuestos N° 23.548 y, a los pocos días, ratificado el

Convenio N° 154 de la OIT sobre paritarias para los servidores públicos por

medio de la Ley 23.544.

Esa configuración legal tendió a canalizar la triple puja distributiva ambas

entre las esferas del Estado y los gremios de los agentes públicos. En la

docencia, en particular, las tensiones que se proyectaron sobre los años

noventa fueron múltiples, entre ellas la heterogeneidad de sueldos entre

provincias, la independencia relativa de los sindicatos provinciales en relación a

la cúpula nacional del gremio y la ya señalada penuria sectorial derivada del

virtual congelamiento impuesto por el régimen monetario.

El ambicioso planteo de transformaciones impulsado desde el MEN trajo

aparejado un nudo gordiano que se hacía cada vez más difícil de cortar en la

medida que transcurría la década y la aparente estabilidad de la política

económica se volvía más ilusoria.

Es probable que el proceso de desindustrialización que atravesaba al

aparato productivo haya generado las condiciones culturales para el

menoscabo hacia las escuelas técnicas y la formación que proveían, en

particular las del CONET, disuelto de manera tan abrupta a partir de las

transferencias de 1992.

Lo cierto es que tras el esquema de cambio en la estructura de niveles y

ciclos del sistema educacional, la LFE omite cualquier tratamiento específico a

la modalidad técnica o tecnológica. Su absorción por parte del “polimodal”

resultaba insatisfactoria y hasta desdorosa para las comunidades escolares

afectadas.

Una respuesta de neto corte tecnocrático, la formulación de trayectos

paralelos al secundario no alcanzó arraigo alguno por falta, entre otros

elementos, de actores escolares reales que se sintieran convocados a una

reconversión tan improbable.

Otro efecto relevante de la política educacional de los noventa fue,

también, que en la generalidad de los conglomerados urbanos se desbarató la

relación geográfica estrecha entre los establecimientos y los vecindarios, que

era un rasgo propio del desarrollo clásico del sistema escolar.

La cobertura escolar, sobre todo en primaria, que asociaba el domicilio

de cada familia con la vacante para matricular a sus niños quedó desmontada,

en parte por la ya analizada fuga a las privadas aunque también por

alteraciones sociales propias de la década bajo análisis.

Los años noventa se caracterizaron por una alta tasa de desempleo,

cesantías masivas en el sector privado y público y un reacomodamiento urbano

brusco. Como consecuencia de la política sobre alquileres y viviendas amplios

contingentes de población fueron centrifugados hacia la periferia de las

ciudades, casi siempre en condiciones de mayor precariedad, con desarraigo

de sus barrios tradicionales.

Ese nuevo paisaje citadino impactó sobre el sistema escolar y le

imprimió una nueva fisonomía según la cual también los sectores de menores

ingresos, por necesidades ya sean éstas aspiracionales o expresivas, tienden a

buscar bancos más allá de sus entornos inmediatos.

De esa suerte, la segregación urbana de las grandes ciudades sumó una

dificultad adicional al planeamiento educacional e hizo todavía más arduo que

las escuelas sean plurales y cumplan con la integración social como uno de sus

papeles fundamentales.


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DE LA LFE A LA LEN


En 2006, ya consolidado el kirchnerismo como nueva versión del peronismo en

el poder, la llamada Ley de Educación Nacional (LEN) sustituyó a la LFE. La

comparación entre ambos regímenes legales supera las posibilidades de estas

páginas pero sí cabe señalar los principales rasgos que marcaron la aparición

de nuevas políticas.

Lo primero fue que a través de la Ley 26.206 el Congreso de la Nación

asumió las atribuciones conferidas ahora por el Art. 75, Inc. 25 de la CN,

relativos a organizar el sistema educacional para toda la República dotando al

país de un plan general, bueno o malo, que resulta imperativo para todas las

provincias.

La traducción operativa de ese paso fue que el CFE podría adoptar

decisiones por mayoría que resultarían obligatorias aún para las provincias

disconformes, ese dispositivo es lesivo de las autonomías que, dicho sea de

paso, la Corte Suprema de Justicia de la Nación tuvo oportunidad de ratificar

en el litigio entre CABA y el MEN por la continuidad o suspensión de las clases

presenciales durante la pandemia.

En materia de determinaciones que ofrezcan bases para la política, la

LEN como en su momento la Ley de financiamiento N°26.075 ensayó una serie

de metas de ampliación de la cobertura. La más conocida fue con respecto a la

secundaria que fue declarada obligatoria en toda su extensión. Al recaer sobre

jóvenes ya adultos la pretensión legal se vuelve cuestionable. De hecho, quince

años después las tasas de deserción registradas en las secundarias de todo el

país muestran la inefectividad de la medida.

Algo semejante ocurrió con las otras dos disposiciones de mediano

plazo: la universalización del jardín de tres y cuatro años, que estuvo congelada varios años y apenas en los dos mil veinte comienza a expandirse

como sería necesario, y la jornada extendida o doble en las escuelas primarias,

con adelantos poco significativos al cabo de tantos años de haberse planeado.

En resumidas cuentas, lo que de algún modo avanzó durante las

presidencias Kirchner fue la remuneración docente pero no las metas de

cobertura como tampoco lo hicieron los objetivos de mejora de la calidad,

visiblemente deteriorada hasta el presente.

Resulta evidente que el movimiento gremial y sus reivindicaciones

económicas absorbieron los fondos volcados al sector por la Ley de

financiamiento mientras no se verificaron los esfuerzos concomitantes por el

mejoramiento de otros aspectos del sistema educacional.

Corresponde sí puntualizar que la LEN cerró el interregno abierto por la

LFE en torno a la modificación de la estructura de niveles y ciclos del sistema.

Lo hizo al reponer la vigencia de las dos grandes ramas del sistema escolar, la

primaria y la secundaria.

Sin embargo, tal normalización no es completa porque subsiste en el

territorio una divergencia grave entre las provincias que adoptaron el esquema

de seis años de primaria y seis de secundaria versus otro buen número en el

cual subsiste el más tradicional de siete años y cinco respectivamente.

En materia de los contenidos de la enseñanza, los avances para definir

contenidos básicos curriculares por parte de la LFE fueron sacrificados

durante la gran crisis, al sustituírselos por los más modestos núcleos de

aprendizaje prioritarios. (NAP).

El contexto del 2001-2003 provocó que el alineamiento de las escuelas

con el legado de la ilustración, tal como estuvo consagrado en la CN del siglo

XIX fue desplazado por visiones compasivas acerca de la pobreza según las

cuales el rol principal de los maestros debía ser la contención antes que la

enseñanza y la complementación de las indispensables funciones afectivas de

las familias por sobre la distribución social de conocimientos.

Son varios entonces los asuntos serios y estructurales que conforman la

agenda de la política pública para el sistema educacional, su buena

formulación, los recursos con lo que sean respaldados y el acierto estratégico

con que puedan implementarse constituyen los grandes retos para los

próximos años.

La LFE y la LNE, sumada a la Ley de financiamiento y a la de educación

técnico-profesional N°26.058, constituyen los antecedentes más significativos

del desempeño del Poder Legislativo en relación a las reformas en el sistema

educacional.

En sus diferencias pero también en sus coincidencias, cuando proponen

cambios o cuando aceptan continuidades, ambos regímenes reclaman ser

estudiados en sus propósitos, desarrollo y consecuencias.

Por esa vía, con conclusiones claras y lecciones bien aprendidas por el

sistema político, la agenda de cambios no volverá a escribirse sobre tabla rasa

y se capitalizarán en el futuro las experiencias del pasado, en especial las del

ciclo democrático cuando se celebran en este 2023 cuatro décadas de su esperanzada apertura.

Extensión de la obligatoriedad

Vuelta a la estructura clásica

Buenos Aires, 11 de abril de 2023

Cátedra de Teoría y Política Educacional

Mesa redonda “30 años de la sanción de la Ley Federal de Educación”

Cátedra de Teoría y Política Educacional / Profesorado en Ciencias Jurídicas /

Facultad de Derecho / Universidad de Buenos Aires

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